viernes, 30 de diciembre de 2011

La última hora


LA ÚLTIMA HORA


Los mira a través de los dos únicos agujeros que tiene el saco que le cubre la cabeza, observándoles impasible, mientras alza la mirada suplicante y la posa en sus ojos. Ellos forman un corro a su alrededor y se burlan a la par que le lanzan piedras  y vitorean sus lamentos. Cae sobre el vasto camino de rodillas y posa las agrietadas manos sobre los puntiagudos guijarros que le desgarran la piel.
El único pecado que ha cometido ha sido amar.
Andrea, una muchacha de cabellos cobrizos y de piel con la textura de la seda y de ojos grisáceos con tintes verdosos, tuvo la mala suerte de ser descubierta por la Guardia Real en los aposentos del príncipe, que en unos meses subiría al trono, en una situación un tanto comprometida. El príncipe acariciaba su suave piel e inhalaba el dulce olor de sus cabellos, mientras ella deslizaba los labios por su pecho. Que una simple campesina, harapienta y sucia a los ojos de los nobles, sea sorprendida en la cama de un príncipe  que está comprometido con la hija de uno de los reyes más importantes de Castilla, es el peor delito que se puede cometer, más grave incluso que el asesinato o el robo.
La sacaron de la cama, tirándole del pelo y asiéndola del cuello, casi ahogándola, y la arrastraron por los pasillos de palacio hasta el patio que daba al mercado, el lugar más concurrido de la ciudad. Allí, le pusieron un saco de tela de esparto en la cabeza y le hicieron dos agujeros por ojos con un cuchillo que habían pedido prestado al carnicero, que en ese momento estaba despedazando un cordero, produciéndole dos profundos cortes debajo de los párpados. Le ataron el saco al cuello con una soga, causándole quemaduras en la piel debido a lo áspera que era la tela, y la tiraron a un charco de algo parecido al agua turbia, pero que olía a una mezcla de orines, sudor y sangre de los animales que despiezaba el carnicero que tenía su puesto al lado. Tembló, asqueada y con el miedo en las carnes, y emitió un grito que no llegó a traspasar la tela del saco de esparto.
La gente comenzó a agolparse a su alrededor. Los soldados le escupían y le tiraban la sangre que estaba almacenada en los rebaños del puesto del carnicero, y que más tarde serviría para hacer unas ricas morcillas de arroz; los campesinos que estaban vendiendo en sus puestos las cosechas recogidas durante el verano, le tiraban frutas y hortalizas podridas; y los niños y niñas que corrían alegremente por la plaza le arrojaban con saña las piedras más afiladas que encontraban esparcidas por el suelo.
Andrea lloraba desesperadamente y pedía clemencia. Por supuesto, no se la dieron y cada vez que maldecía su suerte los asistentes a aquel acto tan atroz se reían a carcajada limpia y le lanzaban desprecios que eran peores que afiladas hojas de espada.
<<¡Furcia, a ver si ahora te atreves a manchar el nombre de nuestro bien amado y respetado príncipe!>>, gritaban los campesinos. <<¡Ramera, si has sido capaz de seducir al mismísimo hijo del rey, ven a mi cama y démonos un buen revolcón!>>, decía un soldado, riéndose y haciendo gestos obscenos con las manos.
La pobre Andrea, que era un poco corta de luces, no tuvo mejor idea que mentar el nombre de su príncipe, pidiéndole ayuda. Como respuesta, el gentío se abalanzó sobre ella y comenzó a propinarle fuertes y dolorosos golpes: patadas, puñetazos, palazos… De tal paliza que le dieron perdió la vista del ojo derecho y sus oídos empezaron a sangrar como riachuelos que nacen de la cima de una montaña. La sangre le resbalaba hasta el pecho, manchándole las andrajosas ropas de campesina creadas a base de telas de sacos de trigo y cosidas con hilo de cuerda.  
Los rojizos cabellos le asomaban bajo el saco y los torturadores no tardaron mucho tiempo en reparar en ello. <<¡Bruja!>>, gritaban, <<¡es una bruja! Mirad sus cabellos rojos como la sangre. ¡Seguramente a hechizado al príncipe para así llegar al trono con sus malas artes!>>. No distaban mucho de la verdad, pues Andrea, a pesar de su aspecto de campesina y de no ser muy avispada, había conseguido embaucar al príncipe gracias a su esplendorosa y perfecta sonrisa, a la vez que su rostro y su cuerpo lo habían enamorado por completo. En realidad, el príncipe no quería casarse con la hija de ese poderoso rey, pero no le quedaba otro remedio: debía obedecer a su padre y continuar su reinado junto a una mujer influyente.
El príncipe hizo acto de presencia en la plaza, abriéndose camino entre la gente bruscamente, desesperado al ver que su amada Andrea estaba siendo vapuleada y humillada. No pudo mirar al ver cómo su Andrea, su querida Andrea, sangraba por todas las partes de su cuerpo, de rodillas sobre los guijarros del camino y hundida en una miseria que jamás había conocido. Vio cómo los soldados le propinaban fuertes patadas en la cabeza, que Andrea resistía con la dignidad de un rey. Fue testigo de las punzadas que le daban con el cuchillo del carnicero y que Andrea aguataba como si solamente fuesen las espinas de una aliaga.
Los soldados comenzaron a reunir troncos de donde podían y los apilaban junto a montones de paja para más tarde hacer una hoguera. Andrea ni siquiera sollozaba, puede que incluso ya estuviese muerta. La cogieron por los brazos y los tobillos, y la arrastraron por el empedrado camino que consiguió despojarle de las escasas ropas que llevaba. Completamente desnuda, la ataron fuertemente al tronco que dispusieron en medio de la hoguera y le quitaron el saco de la cabeza. Tenía la cara completamente amoratada; los ojos hinchados como dos patatas a causa de los golpes y de los dos cortes ocasionados por el cuchillo del carnicero. Su cara era totalmente irreconocible.
Prendieron la hoguera con una de las antorchas que pendía de una de las tablas de un puesto cercano y las mujeres, hombres, niños y soldados que la rodeaban comenzaron a gritar al unísono: <<¡Bruja! ¡Arde en la hoguera! ¡Ve junto con tu señor Satanás!>>.  El príncipe, apenado y con los ojos prendados de lágrimas, sólo pudo observar cómo su amada, su amada campesina y la única mujer a la que había querido, era lamida por las llamas de la hoguera que pronto acabarían con su vida.
Andrea, en su último respiro, dirigió la mirada grisácea como los nubarrones que cubrían el cielo al príncipe, despidiéndose, el cual dio media vuelta girando sobre sus talones y se dirigió hacia el palacio.
En su último momento, con la agonía de quien sabe que le queda un único soplo de vida, la muchacha gritó antes de ser consumida por las flamas:
- Yo os maldigo a todos, ¡arderéis en el infierno!

lunes, 19 de diciembre de 2011

La Magia Escondida

El callejón estaba tan oscuro que ni siquiera los haces de luz de las linternas lograban traspasar las sombras que se arremolinaban en las esquinas. Un farol fundido colgaba de forma precaria de un soporte fijado en el muro de piedra, zarandeado por las ráfagas de viento que formaban remolinos en la estrecha calle sin salida.

El ajado cartel que anunciaba el nombre de la tienda apenas se distinguía a través de la pequeña ventana de cristal opaco que ocupaba el centro de la puerta. El polvo que se acumulaba en las junturas y el color terroso de la vieja lámina de cartón hacían aún más complicada la lectura de las desgastadas letras capitales.

Las risas entrecortadas de dos muchachos hicieron eco en las paredes de ladrillo de la callejuela. Las dos figuras estaban medio escondidas, de cuclillas tras una pila de cajas de cartón a la entrada de la calle. Era obvio que trataban de ocultarse, probablemente de alguien en la principal que estaba pendiente de ellos.

- Ahí es!- La voz infantil hizo eco en el callejón.

Una muchacha de apenas 12 años se adentró en el oscuro pasillo, mirando nervios por encima del hombro como ocultándose de un posible perseguidor. La melena castaña y lisa, cortada en diagonal desde la nuca, le cayó rebelde sobre los ojos cuando se agachó para ocultarse de los caminantes que aún quedaban en la calle principal.

Tras ella, un joven de su edad, de cabellos revoltosos y ojos traviesos, la empujó suavemente obligándola a caminar.

- Vamos Adhara.- Susurraba inquieto.- Entra.

La niña asintió. Como imitando alguna película de agentes secretos en la que el héroe debe derrotar a su enemigo de la forma más discreta posible, la chiquilla se enderezó y pegó la espalda a la pared de ladrillos. Giró la cabeza hacia su amigo con una sonrisa, y poco a poco, comenzó a avanzar en dirección a la destartalada entrada de aspecto siniestro que decoraba el centro del callejón.

La campanilla que colgaba del techo tintineó ruidosamente cuando los dos niños entraron en la tienda. Se miraron nerviosos, con una mezcla de miedo y emoción tintada en los ojos almizclados de ambos.
Era un cuarto pequeño y oscuro. La luz de la minúscula lámpara colgada en la callejuela apenas iluminaba el rellano de la tienda, estrecho y repleto de estanterías y armarios llenos de los más extravagantes objetos.

- Te esperaba, muchachita.- Una voz grave y ronca resonó en la parte trasera de la habitación.

Adhara dio un respingo, y sus dedos se cerraron como garras en torno al brazo de su compañero.
A su alrededor se dispensaban infinidad de libros de aspecto antiguo y pequeñas botellas de vidrio multicolor guardando en su interior algún líquido que no llegaba a identificar con exactitud.

- A…A mi?.- Preguntó la niña confusa, temerosa de dar un paso más.

Tenía la puerta a su espalda, donde su amigo aun la mantenía abierta. Era difícil decidir cuál de los dos estaba más asustado. Pero aquello era lo que habían estado buscando, la pequeña tienda de magia que aparecía y desaparecía a su antojo, nunca dos noches en el mismo lugar. Les había costado dar con ella.

No, no saldría corriendo. No después de haber logrado entrar, no después de todo el trabajo que les había llevado dar con ella.
Aspiró hondo y dio un paso al frente, internándose en la oscuridad penetrante de la habitación.

martes, 15 de noviembre de 2011

Desde la oscuridad



Escribo estas letras desde un lugar muy lejano, un lugar donde nadie puede verme. No podéis escucharme, ni lo intento. Es mejor así. No quiero que sepáis nada de mí. Pero yo sí puedo veros, os observo desde mi pequeño rincón escondido en la inmensa oscuridad que me rodea. Y muevo las piezas a mi antojo.
Quizá debería haberos avisado de mi partida. Sin embargo, es mejor que desconozcáis mi paradero. Prefiero que me recordéis como una vez fui, un chico alegre, siempre con una sonrisa dibujada en los labios; un chico de ojos sinceros y vivarachos, cargados de energía. Pero ya no soy el mismo, he cambiado. Soy lo que siempre he querido ser y lo que vosotros nunca habéis querido que sea.
Soy un reflejo de vuestra avaricia. Vuestros temores están grabados en mi piel, lágrima a lágrima, grito a grito. Vuestra envidia brilla en mis ojos, ahora oscuros, y vuestra prepotencia trona en mi voz. Mis garras han nacido gracias a vuestra codicia, y mi pelo ha crecido con cada una de vuestras mentiras. Soy un monstruo, soy lo que vosotros habéis creado. Soy vuestra criatura, fruto de vuestras entrañas envenenadas.
Si ahora me vieseis no me reconoceríais. O quizá sí. Quizá os vierais reflejados en mí, cada aspecto de vuestro ser exaltado en mi persona. Cada mal pensamiento refulgiendo en mi ojos, cada mala palabra excretada por mi boca. Os daría asco, pero es lo que sois vosotros. ¿Os sentís avergonzados? ¿Os da pena mi aspecto? Pensad que así es como sois vosotros por dentro. ¿Se os revuelven las entrañas? ¿Os duelen las despectivas miradas? ¿Sentís un nudo en el estómago cada vez que me veis?
Ése es el objetivo de mi existencia. Sois mis marionetas.

domingo, 30 de octubre de 2011

Adhara

Adhara estaba sentada en un pequeño taburete, demasiado alto para una niña de diez años. Frente a ella, de pie sobre un escritorio de madera color caoba y con la cadera apoyada en un pisapapeles con forma de caballo alado, una muchacha diminuta la observaba en silencio. Tenía una larga melena rizada, negra como el carbón, y unas minúsculas alas nacían del hueco de sus omoplatos, de una oscuridad tan intensa que parecían absorber la luz de la habitación.

La pequeña la miraba con sus ojos castaños desmesuradamente abiertos, como si no pudiera creer lo que estaba viendo en aquel cuarto lleno de libros y objetos extraños. Y la verdad es que le estaba costando.

Dicen que todos los niños tienen fantasías de dragones, hadas y cuentos imaginarios. Pero ese no era su caso, nunca lo fue. Nunca había jugado con compañeros que nadie más que ella podía ver, ni echado la culpa de sus errores a alguna criatura fantástica salida de los cuentos de su niñez.

Siempre le habían dicho que era demasiado madura para su edad. Quizá tuvieran razón.

Y sin embargo allí estaba la prueba, justo delante de ella. Había llegado allí de casualidad, buscando algún libro interesante en la enorme mansión rústica de su abuela. Recordaba las historias que la anciana relataba años antes, cuando aún le emocionaban las leyendas y los mitos de caballeros, dioses y princesas y se reunía por las tardes con un pequeño grupo de chiquillos del pueblo para sentarse formando un corro sobre la alfombra de la biblioteca.

Pero creciendo en una gran ciudad donde su padre trabajaba como policía y su madre como mujer de negocios poco dada a utilizar la imaginación, era difícil alejarse de la cruda realidad incluso para una niña de tres años. La magia no era algo común en su vida.

Así que había crecido rápido. Solitaria, seria y mucho más responsable de lo que cabría esperar de una chiquilla como ella.

Luego, hacía poco menos de un año, su edificio había ardido en un incendio. Ni la policía ni los bomberos habían descubierto al culpable, y la versión oficial había sido una fuga en una de las cocinas del primer piso. Adhara solo sabía que para cuando llegó tras finalizar las clases, su casa tan solo era un montón de cenizas grisáceas entre escombros de lo que había sido un edificio de residencias adineradas.

Su madre había muerto en el incendio. No era raro que trabajase desde casa, y la declaración de los bomberos señalaba que nadie podría haberse dado cuenta de la fuga de gas antes de la explosión. Solo había sido un trágico y desgraciado accidente que se había cobrado demasiadas vidas.

Su padre, profundamente afectado por la muerte de su mujer, se había refugiado en el trabajo, y la había enviado a vivir con su abuela bajo la excusa de un trabajo peligroso y absorbente que no le dejaría tiempo para criarla el mismo. Era pequeña, dijeron, se adaptaría deprisa.

Tristes circunstancias para trasladarla al pequeño pueblo de York donde la anciana tenía su residencia, pero a la pequeña no le importó demasiado. Le gustaba su abuela, y aun recordaba los veranos con los niños de la villa y los cuentos e historias frente a la chimenea.

Además, al contrario que sus progenitores, la mujer no era tan estricta ni tan seria como aquellos con los que estaba acostumbrada a vivir. Y tenía una biblioteca enorme. Probablemente la enormidad de su biblioteca había sido la principal razón por la que no había puesto demasiadas pegas al dejar su colegio y su ciudad.

Lo que Adhara no había previsto, sin embargo, era que su pequeña mudanza supondría poner su mundo completamente del revés. Todo lo que había aprendido hasta entonces, la realidad, las fantasías, las verdades y las mentiras, todo se tambaleaba como si fuera el epicentro de un terremoto a escala mundial.

Porque allí estaba ella, sentada en un taburete demasiado alto para ella, frente a una mesa de madera color caoba que presidía el extraño despacho de su abuela. Y mirándola con curiosidad, apoyada en un pisapapeles con forma de pegaso, había un hada diminuta cuyas alas oscuras como una noche sin luna no dejaban de moverse un solo segundo. Vestida con el pétalo de un lirio silvestre, de un color blanco inmaculado que detacaba enormemente con sus ojos y su cabello.

Un hada de verdad.

Y la estaba viendo con sus propios ojos.