lunes, 14 de mayo de 2012

La Tienda Escondida

Llevaba horas en aquella posición, contemplando las ondas que formaban los peces de colores al nadar en el estanque. Porque no miraba el agua, limpia y transparente ni los pequeños animales que aleteaban juguetones de lado a lado de la laguna. Simplemente observaba las finas líneas que se dibujaban cada vez que uno de los diminutos pececillos se acercaba con cautela a la superficie.

De vez en cuando extendía el brazo, con la palma abierta, como si quisiera acariciar el invisible escudo protector que su mente imaginaba suspendido a pocos centímetros del lago. Mantenía la mano ahí, durante largos ratos en los que las yemas de sus dedos casi rozaban la superficie. Pero nunca llegaba a tocar el agua. No, eso espantaría a los peces.

La piel azulada resplandecía con la luz del sol de mediodía, que se filtraba zigzagueante a través de las cortinas de la amplia habitación. Era una estancia extraña, al igual que el resto de la tienda. Completamente construida de madera, con aquél enorme lago artificial rodeado de rocas de río justo en medio, donde ella suspiraba por volver a su hogar.

El dueño sabía que necesitaba el agua. Incluso había traído peces para ella, esperando que la hicieran compañía. Pero no era lo mismo. La cadena de metal que la mantenía aprisionada la privaba de toda su energía, de su magia. No podía nadar con grilletes en sus tobillos. No podía caminar, alejarse más de unos metros de la pared.

Los cabellos azulados de la mujer comenzaban a secarse, y sus ojos azules, profundos como el océano, se apagaban poco a poco, igual que el brillo de su piel. Si no podía ser libre, se secaría como una hoja en otoño después de caer. Las náyades no estaban hechas para vivir encerradas en una pecera.