LA ÚLTIMA HORA
Los
mira a través de los dos únicos agujeros que tiene el saco que le cubre la
cabeza, observándoles impasible, mientras alza la mirada suplicante y la posa
en sus ojos. Ellos forman un corro a su alrededor y se burlan a la par que le
lanzan piedras y vitorean sus lamentos.
Cae sobre el vasto camino de rodillas y posa las agrietadas manos sobre los
puntiagudos guijarros que le desgarran la piel.
El
único pecado que ha cometido ha sido amar.
Andrea,
una muchacha de cabellos cobrizos y de piel con la textura de la seda y de ojos
grisáceos con tintes verdosos, tuvo la mala suerte de ser descubierta por la
Guardia Real en los aposentos del príncipe, que en unos meses subiría al trono,
en una situación un tanto comprometida. El príncipe acariciaba su suave piel e
inhalaba el dulce olor de sus cabellos, mientras ella deslizaba los labios por
su pecho. Que una simple campesina, harapienta y sucia a los ojos de los nobles,
sea sorprendida en la cama de un príncipe
que está comprometido con la hija de uno de los reyes más importantes de
Castilla, es el peor delito que se puede cometer, más grave incluso que el
asesinato o el robo.
La
sacaron de la cama, tirándole del pelo y asiéndola del cuello, casi ahogándola,
y la arrastraron por los pasillos de palacio hasta el patio que daba al
mercado, el lugar más concurrido de la ciudad. Allí, le pusieron un saco de
tela de esparto en la cabeza y le hicieron dos agujeros por ojos con un
cuchillo que habían pedido prestado al carnicero, que en ese momento estaba
despedazando un cordero, produciéndole dos profundos cortes debajo de los
párpados. Le ataron el saco al cuello con una soga, causándole quemaduras en la
piel debido a lo áspera que era la tela, y la tiraron a un charco de algo
parecido al agua turbia, pero que olía a una mezcla de orines, sudor y sangre
de los animales que despiezaba el carnicero que tenía su puesto al lado.
Tembló, asqueada y con el miedo en las carnes, y emitió un grito que no llegó a
traspasar la tela del saco de esparto.
La
gente comenzó a agolparse a su alrededor. Los soldados le escupían y le tiraban
la sangre que estaba almacenada en los rebaños del puesto del carnicero, y que
más tarde serviría para hacer unas ricas morcillas de arroz; los campesinos que
estaban vendiendo en sus puestos las cosechas recogidas durante el verano, le
tiraban frutas y hortalizas podridas; y los niños y niñas que corrían alegremente
por la plaza le arrojaban con saña las piedras más afiladas que encontraban
esparcidas por el suelo.
Andrea
lloraba desesperadamente y pedía clemencia. Por supuesto, no se la dieron y
cada vez que maldecía su suerte los asistentes a aquel acto tan atroz se reían
a carcajada limpia y le lanzaban desprecios que eran peores que afiladas hojas
de espada.
<<¡Furcia, a ver
si ahora te atreves a manchar el nombre de nuestro bien amado y respetado
príncipe!>>, gritaban los
campesinos. <<¡Ramera, si has sido capaz de seducir al mismísimo hijo del
rey, ven a mi cama y démonos un buen revolcón!>>, decía un soldado,
riéndose y haciendo gestos obscenos con las manos.
La
pobre Andrea, que era un poco corta de luces, no tuvo mejor idea que mentar el
nombre de su príncipe, pidiéndole ayuda. Como respuesta, el gentío se abalanzó
sobre ella y comenzó a propinarle fuertes y dolorosos golpes: patadas,
puñetazos, palazos… De tal paliza que le dieron perdió la vista del ojo derecho
y sus oídos empezaron a sangrar como riachuelos que nacen de la cima de una
montaña. La sangre le resbalaba hasta el pecho, manchándole las andrajosas
ropas de campesina creadas a base de telas de sacos de trigo y cosidas con hilo
de cuerda.
Los
rojizos cabellos le asomaban bajo el saco y los torturadores no tardaron mucho
tiempo en reparar en ello. <<¡Bruja!>>, gritaban, <<¡es una bruja!
Mirad sus cabellos rojos como la sangre. ¡Seguramente a hechizado al príncipe
para así llegar al trono con sus malas artes!>>. No distaban
mucho de la verdad, pues Andrea, a pesar de su aspecto de campesina y de no ser
muy avispada, había conseguido embaucar al príncipe gracias a su esplendorosa y
perfecta sonrisa, a la vez que su rostro y su cuerpo lo habían enamorado por
completo. En realidad, el príncipe no quería casarse con la hija de ese
poderoso rey, pero no le quedaba otro remedio: debía obedecer a su padre y
continuar su reinado junto a una mujer influyente.
El
príncipe hizo acto de presencia en la plaza, abriéndose camino entre la gente
bruscamente, desesperado al ver que su amada Andrea estaba siendo vapuleada y
humillada. No pudo mirar al ver cómo su Andrea, su querida Andrea, sangraba por
todas las partes de su cuerpo, de rodillas sobre los guijarros del camino y
hundida en una miseria que jamás había conocido. Vio cómo los soldados le
propinaban fuertes patadas en la cabeza, que Andrea resistía con la dignidad de
un rey. Fue testigo de las punzadas que le daban con el cuchillo del carnicero
y que Andrea aguataba como si solamente fuesen las espinas de una aliaga.
Los
soldados comenzaron a reunir troncos de donde podían y los apilaban junto a
montones de paja para más tarde hacer una hoguera. Andrea ni siquiera
sollozaba, puede que incluso ya estuviese muerta. La cogieron por los brazos y
los tobillos, y la arrastraron por el empedrado camino que consiguió despojarle
de las escasas ropas que llevaba. Completamente desnuda, la ataron fuertemente
al tronco que dispusieron en medio de la hoguera y le quitaron el saco de la
cabeza. Tenía la cara completamente amoratada; los ojos hinchados como dos
patatas a causa de los golpes y de los dos cortes ocasionados por el cuchillo
del carnicero. Su cara era totalmente irreconocible.
Prendieron
la hoguera con una de las antorchas que pendía de una de las tablas de un
puesto cercano y las mujeres, hombres, niños y soldados que la rodeaban
comenzaron a gritar al unísono: <<¡Bruja! ¡Arde en la hoguera! ¡Ve
junto con tu señor Satanás!>>.
El príncipe, apenado y con los ojos prendados de lágrimas, sólo pudo
observar cómo su amada, su amada campesina y la única mujer a la que había
querido, era lamida por las llamas de la hoguera que pronto acabarían con su
vida.
Andrea,
en su último respiro, dirigió la mirada grisácea como los nubarrones que
cubrían el cielo al príncipe, despidiéndose, el cual dio media vuelta girando
sobre sus talones y se dirigió hacia el palacio.
En
su último momento, con la agonía de quien sabe que le queda un único soplo de
vida, la muchacha gritó antes de ser consumida por las flamas:
- Yo os maldigo a
todos, ¡arderéis en el infierno!